Amor leal hacia el barrio y ciudad de mi niñez y juventud.
La ‘Colonia Moderna’, un nombre perfectamente inadecuado. Con mi vecina la Plaza de Toros, coloso de cemento y varilla de proporciones descomunales. Con una capacidad inverosímil para la mente impresionable de un niño.
Las corridas de toros y las luchas libres, espectáculos al alcance de todos. Costo de la entrada para los niños: un peso. A mi tierna edad yo deseaba ver los dos espectáculos el mismo día, en la misma arena y al mismo tiempo.
El Canal del Coyote, un río en miniatura. Pero mis ojos de niño aventurero lo comparaban al río Nilo y el Amazonas juntos. Ahí aprendí a nadar — esquivando perros muertos. Y cuando estaba seco y vacío, cada cuadra era un potencial campo de fútbol.
Mi felicidad era desmesurada. Cada día un nuevo aprendizaje, nuevos juegos y nuevos trucos. El trompo, el Yo-Yo, valero, resortera, velit y muchos más. Todos accesibles y baratos juegos para niños de barrio pobre. Nunca supe a que jugaban los niños de las colonias ricas.
El juego del bote, el pozito matón, el quinceado, el chinchilagua y el del tacón empujando una moneda. Si no fuiste pobre es muy difícil entender. Y si fuiste pobre fuiste afortunado. La costumbre de la escasez no me permitía ser envidioso.
Los domingos sin un centavo en la bolsa, con lágrimas en los ojos y la panza llena de hambre. Me acostumbré a esa hambre. Ahora no me molesta ni me preocupa y hasta la disfruto. Debo afirmar esto no fue constante.
Las respuestas a mis peticiones eran siempre, “después”, siempre después.
Después fui empujado a la iglesia, a la religión, a la aburrición. Eso nunca me benefició en nada. Nomás era de entrar a la iglesia y me entraba un letargo insoportable. Renuncié y me rebelé, nunca jamás asistí y seguí siendo bueno.
Todas las niñas eran inalcanzables y mi timidez era inmensa.
Luego, mis años de calentura, siempre deseando inventar un aparato que me permitiera ver a las muchachas en toda su gloria. Luego aprendí a usar la imaginación para saciar esta curiosidad.
En la cuestión del romance, el amor y lo demás, de todo existió.
De repente mi corazón deambulaba desolado y derrotado. Pero después, aparecía flotando en la cúspide del éxtasis cuando aprendí a combinar el amor con lo demás.
Cuando descubrí la música, mi mente se expandió y explotó. Los Beatles, Monkees, Creedence y muchos otros. Cosa rara, para mí sólo inglés y nada más. El Rock and Roll se metió a mis entrañas y permanecería ahí hasta el final. Luego, lo inherente al Rock, conciertos, experimentación y convivencia. Algo que me parecía imposible, también llegó. Y por parecer imposible lo disfruté más.
Escuela, libros, cine, fútbol, todo esto si me gustó. La vagancia me agradó aún más. El billar y mis amigos lo cambiaba por casi todo. Luego una cerveza, un cigarro y todo se veía mejor. Sin duda era una percepción absurda.
El cine me gustó desde el principio, pero fue otra frustración de ciudad falsamente puritana. Yo deseando ver “Bella de Día”, de Luis Buñuel, cuando ni siquiera me permitían entrar a ver las de James Bond. Podía comprar tequila, emborracharme y fumar, y hacer otras cosas peores, pero no podía entrar al cine a ver al 007.
Mi padre, lejano, ajeno, bueno, siempre bueno. Con sus sueños dormidos y anhelados. El, deseando ser admirado y yo deseando ser considerado.
Mi madre, siempre ocupada y preocupada. Convidando amor, cuidados y dulzura. Nunca egoísta. Con su corazón desbordado en cariño hacia el prójimo. Y repartiendo su sabiduría, escasa y excusada.
Años después, cuando me autoexilié me di cuenta cuanto amaba a mi familia, a mi barrio y a mi juventud.
Y si tuviera otra oportunidad.
Regresaría y haría todo igual.
Edmundo Barraza
Visalia, CA. 07-09-2012